Hay lugares donde el vino no es solo bebida: es paisaje, memoria y vínculo. Uno de ellos es Torrijo de la Cañada, un pequeño municipio de Zaragoza que esconde bajo su suelo una red impresionante de 394 bodegas excavadas en la roca, testimonio vivo de una tradición vitivinícola que se remonta siglos atrás.
Estas bodegas, muchas de ellas semienterradas o camufladas en las laderas, fueron durante generaciones el corazón de la vida social y agrícola del pueblo. Lugares donde se elaboraba el vino en familia, donde se compartían meriendas, se celebraban fiestas o simplemente se resguardaba uno del mundo. Con el paso del tiempo y el éxodo rural, muchas de ellas quedaron en desuso, olvidadas o incluso derrumbadas.
Pero toda historia puede reescribirse. Y en Torrijo de la Cañada comenzó a reescribirse gracias a Yolanda y Esmeralda, dos mujeres nacidas en el pueblo que un día decidieron hacer algo tan simple y poderoso como contar cuántas bodegas había. La cifra las dejó sin palabras: casi 400.
De esa curiosidad nació un proyecto mucho más ambicioso: La Devanadera, una asociación que trabaja para recuperar, proteger y dinamizar este patrimonio único, conectándolo con la cultura del vino, la historia local y el turismo rural. A través de su labor, han conseguido poner en valor algo que parecía invisible: las entrañas del pueblo, su memoria subterránea.
Tuve la suerte de vivirlo en primera persona el pasado viernes, durante una cata muy especial en la bodega nº111. En esta ocasión, los vinos venían de fuera de Torrijo, concretamente del proyecto La Gravera, en el Segrià (Lleida), y fueron presentados por su enóloga, Pilar Salillas. La propuesta fue toda una declaración de intenciones: tender puentes entre territorios y mostrar cómo el vino puede ser un lenguaje común entre paisajes, personas y filosofías.
Los vinos de La Gravera, elaborados con un profundo respeto por la biodiversidad y el entorno, se sirvieron en un espacio cargado de historia, entre muros de piedra y tierra viva. Aunque no nacieron en Torrijo, el contraste y el diálogo entre ese vino contemporáneo y el espacio ancestral fue sencillamente mágico. Un encuentro entre pasado y presente, entre innovación y raíz.
La Devanadera es mucho más que una asociación cultural: es un acto de amor al territorio. Una reivindicación del vino como vehículo de identidad, de cohesión y de desarrollo rural. Y una demostración de que, cuando las raíces se cuidan, florecen nuevas oportunidades.
Ojalá más pueblos se atrevan a mirar bajo sus pies con el mismo respeto y pasión que Yolanda y Esmeralda. Porque allí, en lo profundo, es donde muchas veces está lo más valioso.